Cuando vemos una película, solemos creer que simplemente estamos siguiendo una historia: personajes en movimiento, emociones que se despliegan, luz y sonido orquestados para conmovernos. Pero el cine hace algo más profundo: piensa. Cada imagen, cada corte, cada silencio forma parte de una red invisible de signos. La cámara, el montaje e incluso las sombras se convierten en un tipo de lenguaje — uno que no habla con palabras, sino con sensaciones y ritmos.
El filósofo Charles Sanders Peirce sugirió alguna vez que el significado no es estático; ocurre a través de un proceso que llamó semiosis: la creación continua de signos que interpretan otros signos. En el cine, esto significa que, en el momento en que vemos un primer plano de un ojo, la mano de un niño o una puerta que se cierra, nuestra mente comienza a tejer interpretaciones. La película no nos dice qué pensar —nos invita a interpretar. Pasamos de la emoción a la energía, y de la energía a la reflexión. Peirce llamó a estas etapas interpretantes emocional, energético y lógico, y suceden constantemente mientras vemos una película: sentimos, reaccionamos y luego entendemos.
Por eso el cine puede conmovernos sin necesidad de palabras. Un simple plano de lluvia golpeando la ventana puede evocar un recuerdo, una sensación de pérdida o incluso esperanza. Es la danza entre lo mostrado y lo sentido lo que le da al cine su poder. La pantalla se convierte en un espejo —no del mundo, sino de nuestra vida interior. Lo que el cineasta proyecta hacia afuera, el espectador lo completa hacia adentro.
Así que, cuando decimos que “las películas piensan”, queremos decir que participan en un diálogo — no solo con sus creadores, sino con nosotros. Preguntan, seducen e interpretan nuestras propias interpretaciones. En ese sentido, ver una película es un acto de co-creación: no somos espectadores pasivos, sino coautores de una conversación visual que sigue desplegándose en el tiempo, mucho después de que los créditos se desvanecen.















































