sábado, 20 de dezembro de 2025

La imagen como signo: entre la realidad y la representación

 

Ver una película es entrar en un diálogo entre el mundo visible y su reflejo. Cada imagen cinematográfica, por más realista que parezca, es un signo: un fragmento de la realidad transformado por la percepción y la intención. La cámara no se limita a reproducir el mundo; lo interpreta. Lo que vemos en la pantalla no es el mundo en sí, sino su huella, filtrada por lentes, luz y pensamiento humano. De este modo, el cine se convierte en un arte de mediación, donde lo real y lo imaginado se encuentran continuamente y se transforman mutuamente.

La semiótica nos enseña que toda imagen lleva consigo una red de relaciones. Está el objeto, que existe en el mundo, y está el signo, la imagen que ocupa su lugar. Entre ambos se encuentra la visión del cineasta: el acto de encuadrar, captar y transformar. La cámara aísla una porción de la realidad, comprimiendo el espacio infinito en un encuadre finito. Nos da la ilusión de totalidad, pero lo que vemos es solo un fragmento, una superficie cargada de sentido. Este fragmento es lo que el filósofo Charles Sanders Peirce llamó el objeto inmediato: el rostro accesible e interpretado de una realidad dinámica más profunda.

Esta distinción cambia la forma en que pensamos las imágenes. En lugar de ver el cine como un espejo de la vida, podemos verlo como un lenguaje, uno que media entre lo que existe y lo que puede imaginarse. El papel del cineasta no es imitar el mundo, sino traducirlo en signos, revelar las fuerzas invisibles que moldean la percepción. Cuando Orson Welles compone la profundidad en Citizen Kane o Antonioni llena los espacios vacíos con silencio, no están simplemente representando escenas; están construyendo sentido, tendiendo puentes entre el ser y el ver.

Desde esta perspectiva semiótica, la cámara se convierte en algo más que una herramienta: se convierte en una mente, en una forma de pensar en imágenes. Cada plano, cada corte, es un argumento sobre la naturaleza de la realidad. El mundo, una vez filmado, deja de ser inmediato; se vuelve simbólico, estratificado e interpretable. La imagen cinematográfica se sitúa así en el umbral entre la ontología y el artificio, entre lo factual y lo poético. Nos recuerda que mirar ya es significar.

Al final, el mayor regalo del cine es esta paradoja: al fragmentar el mundo, nos permite verlo como un todo. El signo — esa intersección luminosa entre objeto, imagen y significado — transforma lo visible en lo comprensible. Cada película es, entonces, una aventura semiótica, una exploración de cómo lo visible se vuelve inteligible. Y en ese movimiento descubrimos que el cine no trata solo de representar el mundo, sino de enseñarnos a verlo de nuevo.

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